Nunca tuve un objeto de apego, pero a veces me pregunto si hubiera marcado alguna diferencia en esos momentos de soledad. Recuerdo, sin embargo, cuando iba a casa de mi tía y una de mis primas dormía con un pequeño cojín entre sus pies. Mi tía nos calentaba la cama con un secador de pelo y colocaba cuidadosamente ese cojín de cuna junto a ella. Con el tiempo, el cojín parecía cada vez más pequeño, pero allí seguía, fiel, hasta que ya éramos adolescentes y lo seguíamos llevando en cualquier viaje importante.

Este recuerdo vuelve cada vez que veo a mis hijas con sus propios objetos de apego. Claudia, mi hija mayor, dormía tocando un mechón de mi pelo y frotándolo en su oreja para oír el sonido que la calmaba. Aitana, mi pequeña, empezó con una ovejita que perdió un día en el parque; afortunadamente, un grupo de Facebook de objetos perdidos nos ayudó a recuperarla. Hoy, cada noche, la lleva a la cama y la acompaña con otros muñecos y juguetes que se han ido sumando a su pequeña “familia de peluches”.

Esos objetos tienen un papel que va mucho más allá de ser un simple juguete: son compañeros y refugios emocionales que brindan consuelo y seguridad. Un muñeco de apego es mucho más que un juguete o una manta; es un compañero que proporciona confort y familiaridad en los momentos en los que un(a) niñx necesita sentir seguridad, incluso si está lejos de mamá o papá.